Ha habido, en mi vida, dos momentos en los que he comprobado lo rápido que puede cambiar el comportamiento humano, incluido el mío. Uno fue el inicio del confinamiento por la pandemia de covid en 2020. El otro fue mi llegada a un colegio mayor de Madrid en 2014.

El Consejo de Colegios Mayores Universitarios de España contabiliza en su web 120 residencias de este tipo, donde viven unos 17.000 estudiantes universitarios, aproximadamente el 1% del total. De estos 120 colegios, 43 se sitúan en Madrid (en Barcelona, solo seis) y la mayoría se concentran en la Ciudad Universitaria, formando un auténtico ecosistema. De la Complutense, la universidad pública más grande de España, dependen al menos 36, que acogen a más de 6.000 estudiantes. Cinco son de la propia universidad. Los 31 restantes están adscritos a ella y son gestionados, en su mayor parte, por instituciones religiosas. Casi la mitad siguen siendo segregados por sexo, otros lo fueron hasta fechas recientes. El Barberán está vinculado al Ejército del Aire, el Jorge Juan, a la Armada. El hoy clausurado Johnny, famoso por el flamenco y el jazz, empezó siendo para hijos de funcionarios. Es frecuente que se acceda a través de una entrevista personal y los precios de una habitación individual sin becas superan muy fácilmente los 1.000 euros mensuales.

Cada uno de estos colegios mayores ha desarrollado una cultura, una idiosincrasia distinta del resto. Se podría decir que el alcohol, los rituales, las novatadas y las jerarquías (con alguna excepción), el deporte, las actividades en grupo y un fuerte sentido de comunidad forman el acervo común, lo que diferencia a un colegio mayor de una vulgar “residencia” (palabra tabú en ese ámbito).

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